Cuando el hombre se levanta de la urgencia vegetal que le concibe, cuando suelta la potestad del monte, cuando se asea de la insistencia del árbol, algo urbano y no humano se mece en sus instintos. Es la ciudad que le insufla pensamientos, que le inyecta una lujuria de piedra y de cristales. Es la ciudad que es un monstruo primitivo, apenas encendido, apenas proclamado. Es cuando la calle reemplaza al camino y se torna un epitafio de la prisa. Es cuando el teatro, la plaza y el templo reemplazan las abiertas ceremonias de los astros. Y todo aquello que se mostraba silvestre, adelgaza sus salvajismos para entonar las músicas del asfalto. El cobijo de los hombres, antes amplio y dialogante con el pájaro y la hierba, ahora es una cápsula de tamaños indigestos, una caja donde apenas caben las pasiones y los bríos. Sin embargo el hombre sigue a merced de sus latidos urbanos. No puede evitar mecerse en sus membranas, crear, nacer, morir, hacer, destruir…fuera de sus fueros. La ciudad le ha p...